29.9.05

Actividades de noviembre

Miércoles 2, a las 8 de la tarde, mesa redonda sobre La nueva ley orgánica de la enseñanza (LOE) y la huelga de los estudiantes (en nuestro local social), con la participación de:

• Miguel Vadal (director del Colegio Público García Lorca).
• Beatriz García (Sindicato de Estudiantes).
• José Antonio Álonso (del secretariado del Sindicato Unitario Autónomo de los Trabajadores de Enseñanza de Asturias, Suatea).
• Antonio Soto (presidente de la Federación de Asociación de Padres de Alumnos de Asturias).


Jueves 17, a las 8 de la tarde, Alejandro Gallo, licenciado en filosofía, ciencias políticas y ciencias de la educación y actual jefe de la policía local del Gijón, presentará su última novela, Una mina llamada infierno, junto con Benigno Delmiro, especialista en literatura minera. [En nuestro local social.]


Viernes 25, a las 21.30 horas, en el Hotel Begoña celebraremos el 37 aniversario de la Sociedad Cultural Gijonesa. En el transcurso de la cena haremos entrega del XII Premio Juan Ángel Rubio Ballesteros. El precio del menú es de 21 Euros. ¡Apúntate ya, contamos contigo!


Jueves 1 de diciembre, a las 8 de la tarde, Francisco Prado Alberdi, presidente de la Fundación Juan Muñiz Zapico, presentará un video sobre La transición en Asturias. [En nuestro local social.]

Tenéis a vuestra disposición, en la Sociedad Cultural lotería de Navidad con el número 04676 (participaciones de 3 euros).


Ciclo Política e Inteligencia, en torno a la figura de Manuel Azaña

Azaña político: lunes 21, conferencia de Isabelo Herrero, presidente de la Asociación Manuel Azaña, de España.
Azaña e inteligencia: martes 22, charla de Luis Arias Argüelles Meres, escritor y columnista.
Organizado en colaboración con Izquierda Republicana, tendrá lugar en la Sala de Conferencias (planta 1.ª) del Centro de Cultura Antiguo Instituto, a las 8 de la tarde.


Ciclo de charlas Retos del sindicalismo en el siglo XXI


Jueves 3: Jorge Muñiz (secretario general de la CGT de Asturias).

Miércoles 9: Francisco Baragaño (secretario general de la USO de Asturias).

Jueves 10: Antonio Pino Cancelo (secretario general de CC. OO. de Asturias).

Todas las charlas tendrán lugar en nuestra sede social, a las 8 de la tarde.


Ciclo de cine David Lynch

Viernes 4 de noviembre: Corazón salvaje (1990).

Viernes 11 de noviembre: Twin Peaks. Fuego camina conmigo (1992).

Viernes 18 de noviembre: Carretera perdida (1996).

Todas las películas se proyectarán en nuestra sede social a las 8 y media de la tarde.

20.7.05

Mesa redonda: «Represión política en el franquismo»

Intervención de Rubén Vega (historiador) el 11 de julio del 2005, día de actividades organizado por la Sociedad Cultura Gijonesa dentro de la carpa de Radio KRAS en la Semana Negra de Gijón


Afirma Paul Preston, refiriéndose a la represión franquista durante la Guerra Civil y la inmediata postguerra, que el terror es una inversión a largo plazo. Alude con ello a cómo el formidable tributo de sangre y lágrimas con el que la dictadura se impuso sobre la mitad del país le sirvió luego para ofrecer un rostro menos brutal. Quizá por eso, algunos teorizaron sobre el carácter autoritario (en contraposición a totalitario) del Régimen franquista. Demostrada su capacidad para el exterminio, no era preciso seguir matando para que todos supieran que ese era un riesgo cierto. Y, a la sombra de la Guerra Fría, la “democracia orgánica” podía hacerse pasar por una dictablanda, no tan dura en realidad.

Sin olvidar que Franco todavía sacrificó cinco vidas apenas dos meses antes de que se extinguiera la suya y que el rostro brutal del Régimen era patente para cualquiera que fuera a parar a sus siniestras comisarías o no fuera capaz de esquivar los “disparos al aire” o de correr lo bastante deprisa delante de los grises, tampoco podermos desconocer que las formas y la intensidad de la represión se habían atenuado con el tiempo.

Y, sin embargo, el miedo no se disipaba. La pervivencia de la dictadura se asentaba en parte sobre aquella primigenia “inversión de terror” que, si era tiempo pasado en cuanto a los hechos, seguía siendo presente en cuanto a su traumático recuerdo. Hasta el punto de que ese miedo todavía es perceptible hoy en día. Basta ver la actitud de muchos de los familiares de víctimas que yacen en fosas comunes. Han tenido que ser los nietos quienes reivindicaran la dignidad de sus mayores asesinados.

Pero, al mismo tiempo, existe un reverso de la reflexión de Preston. Si el miedo es una inversión a largo plazo, a menudo la memoria de las víctimas es aún más persistente y se revela a la larga extraordinariamente poderosa. Lo estamos viendo por todas partes. Los muertos de la represión son muy difíciles de enterrar. Resurgen una y otra vez con una fuerza que quienes pretendieron aniquilarlos borrándolos de la faz de la tierra no saben cómo combatir. Como si la muerte y el dolor los hubiera hecho invencibles.

Esa es, de forma muy evidente, la resultante del Holocausto. El plan de exterminio más formidable y despiadado que pudiéramos imaginar acabó por convertir a sus víctimas en parte de todos nosotros y a los asesinos y sus cómplices en oprobiosos y despreciables cuya memoria se asocia en el mundo entero a la encarnación del mal (El horror absoluto, reza este ciclo en el que estamos participando).

Es también lo que ha quedado a la postre de aquellos milicos del Cono Sur americano que torturaban y mataban en nombre de la Patria y la civilización occidental. Los miembros de la Junta Militar argentina se han convertido en apestados en su propio país. Ya ni sus partidarios quieren acordarse de ellos y no pueden ni salir a la calle sin ser acorralados. Las madres y abuelas de Plaza de Mayo han sido a la larga más fuertes que aquellos siniestros salvapatrias. Y, por supuesto, infinitamente más valientes.

En los últimos tiempos asistimos a una constante reivindicación de la memoria de las víctimas. En el trasfondo se sitúa una reflexión acerca del derecho y el deber de recordar, la memoria y el olvido, el peso del pasado sobre el presente… y en último extremo, una dramática mirada a la condición humana y la capacidad para la barbarie. En las “torres de marfil” académicas se reflexiona y mucho sobre la memoria y el olvido, la reparación moral de las víctimas, la restitución de la verdad. Y el debate trasciende, trasladado a los medios de masas. Nuestros filósofos se asoman a las páginas de los periódicos ya sea con la profundidad de un Reyes Mate o con las boutades de “nuestro” Gustavo Bueno, cuya penosa jubilación intelectual hace triste honor al papel que un día desempeñó. Los historiadores cumplen por una vez una función socialmente reconocida rastreando las fuentes de la represión y aportando rigor a un debate tan fácilmente empañable por las pasiones. Los supervivientes se hacen presentes, a veces con la calidad de registros de un Primo Levi o un Jorge Semprún, pero muchos otros rinden testimonio con libros de memorias igualmente valiosos en lo que encierran de auténtico.

De Sudáfrica a Alemania, de Guatemala a Chile, una poderosa corriente de opinión parece haber hecho suya la máxima paulina: “la verdad os hará libres”. O, al menos, nos hará mejores como seres humanos. La empatía con el dolor ajeno, la solidaridad con las víctimas, el deber moral de la memoria han servido como motores cuya fuerza es capaz de vencer resistencias en las coriáceas entrañas de Estados, gobiernos, ejércitos y poderes fácticos. Comisiones de la verdad, peticiones de perdón, reconocimiento de responsabilidades, indemnizaciones, rehabilitaciones, reparaciones morales, conmemoraciones, “lugares de la memoria”… y un raudal de publicaciones que ofrecen el punto de vista de las víctimas, análisis de historiadores, adaptaciones literarias y cinematográficas, exposiciones.

En Argentina, antes de ser anuladas las leyes de punto final y de amnistía, se estaban promoviendo “juicios de la verdad”. Incluso si no podían ser legalmente condenados los culpables, había quiénes planteaban su derecho a conocer la verdad de lo sucedido. Un derecho individual y de la sociedad en su conjunto.

Como dicen quienes los reivindican, olvidar sería matarlos dos veces, hacer el juego a sus verdugos, que no sólo pretendían quitarles la vida sino también borrar su huella. Por fortuna, ésta se revela extraordinariamente persistente. La evidencia que emerge de todo este fenómeno de reivindicación es que la memoria y la dignidad de las víctimas es mucho más difícil de enterrar que sus cuerpos. Y en ocasiones nos es dado contemplar cómo esos muertos acorralan a sus verdugos, los convierten en apestados sociales, los estigmatizan.

El flamante presidente de Uruguay, Tabaré Vazquez, inaugura su mandato con el compromiso de investigar las desapariciones y torturas. El chileno Ricardo Lagos se dirige en discurso a la nación a propósito de un escalofriante informe con treinta mil testimonios de torturas preguntándose “¿cómo hemos podido guardar silencio durante treinta años?” y el Ejército entona un mea culpa, mientras Pinochet, a quien ya conocíamos como traidor y asesino antes de descubrirlo como ladrón, acredita su cobardía eludiendo a la Justicia con simulaciones de demencia y el antiguo jefe de su policía política, general Manuel Contreras, ingresa en prisión. Perú se revuelve incómodo ante un informe que establece responsabilidades en la violación de derechos humanos que alcanzan a sucesivos gobiernos y al Ejército, junto a Sendero Luminoso.

Argentina rectifica sus leyes de punto final y reabre casos que un día parecieron prescritos o inabordables. Vendrán muchos más procesos a partir de ahora. En Guatemala se plantea el procesamiento de un expresidente, parte activa del genocidio que combinaba la lucha contrarrevolucionaria con las masacres de indígenas, mientras recordamos el aniversario del criminal asalto a la embajada española. Sudáfrica sigue arrojando luz sobre los horrores del apartheid.

En los Estados Unidos se reabren casos de crímenes racistas tras cuarenta años y el Senado entona el mea culpa por haber tolerado los linchamientos del Ku Klux Klan. Marruecos asiste al insólito examen de conciencia que representa la aparición en la televisión pública de testimonios de las torturas durante el reinado de Hassan II (un hito que es difícil de valorar en su justa medida, pero que es, en todo caso, más de lo que los españoles hemos sido capaces de hacer nunca al respecto). Entre tanto, los rifeños nos devuelven el recuerdo de una criminal guerra colonial (es una redundancia) en la que el glorioso ejército español, comandado por africanistas de infausta ejecutoria en el Protectorado y en la península, hizo uso de armas químicas.

Corea y China se revuelven ante la propensión japonesa a minimizar en sus libros de texto las barbaridades cometidas durante las respectivas ocupaciones. Y las esclavas sexuales coreanas del imperial ejército nipón obtienen una reparación moral de reconocimiento de sus penalidades. Sri Lanka revisa las barbaridades de su larga guerra civil.

En la civilizada Europa, donde resurge el antisemitismo y crece la xenofobia, no sólo el Holocausto conmueve las conciencias. Dresde recuerda los bombardeos aliados, que arrasaron la ciudad causando treinta mil muertos civiles en una fiel imitación del patrón que la Wermach había inaugurado en Gernika y perfeccionado en sus ataques sobre Londres y Coventry.

El Vaticano se defiende con escaso éxito de las acusaciones de inhibición y tolerancia ante el genocidio nazi. En Bélgica se recuerda con una exposición el carácter criminal de su misión “civilizadora” en el Congo y la condición genocida del rey Leopoldo. El presidente francés hace examen de conciencia respecto al colaboracionismo. El premier Toni Blair, al tiempo que promueve leyes que, so capa del combate antiterrorista, le permitirían crear su propio Guantánamo, pide públicamente perdón a “los cuatro de Guilford” (la historia narrada en el filme “En el nombre del padre”) y a otros siete inocentes condenados y mantenidos a sabiendas en prisión por aquella dama de hierro de infausto recuerdo. Hoy mismo se conmemora el aniversario de la devastación de Srbrenica. En Rusia asoma la memoria del Gulag. Y alguno de nuestros domésticos terroristas de Estado reingresa en la cárcel al quedar probado en los tribunales que, además de secuestradores y asesinos, también fueron ladrones.

En España, una corriente de interés y sensibilización por los temas relacionados con la guerra civil y la dictadura franquista recorre en los últimos años a buena parte de la sociedad: asociaciones de “recuperación de la memoria” (desgraciadamente fragmentadas y mal avenidas, pero con una resonancia social inusitada) y un auténtico boom editorial de publicaciones, escritas y audiovisuales, de diverso género (historia, literatura, testimonios, exposiciones, documentales, películas) han encontrado la audiencia que nuncan antes habían tenido. No deberíamos olvidar que aquí nunca hubo una “comisión de la verdad” ni un informe “nunca más”. Tan sólo la Causa General que, apenas acabada la guerra, hizo inventario de la barbarie de las “hordas marxistas”.

Las organizaciones políticas de la izquierda, durante mucho tiempo partícipes del pacto de silencio que inevitablemente conducía al olvido, se han vuelto más receptivas. Lejos de haber activado el proceso, se han limitado a recogerlo una vez que alcanzaba ciertas dimensiones. Como tantas veces, han ido por detrás de la sociedad. Durante demasiado tiempo han considerado que su deuda con quienes en el pasado dejaron jirones de su vida, si no la vida misma, luchando por unos ideales quedaba satisfecha con pobres rituales conmemorativos de consumo interno, reducidos a endogámicos círculos cerrados de convencidos y por eso mismo esclerotizados en discursos maniqueos, letanías recitadas de memoria y viejas iconografías. Un ejercicio tan respetable como de escasa utilidad social. Pero, en todo caso, también han tomado al fin conciencia de que el silencio y el miedo han prescrito y, rotas las compuertas, las pulsiones largo tiempo reprimidas parecen verse liberadas.

La Transición que alumbró el actual régimen democrático se fundó en una ley de punto final que no sólo implicaba amnistiar en un plano de igualdad a quienes se habían amparado en el poder del Estado para violar los derechos humanos y a quienes se les habían opuesto, sino pasar página sin volver la vista atrás. Amnistía y amnesia quedaban ligadas por algo más que la etimología y la reconciliación entre los españoles se fundaba en un pacto de silencio y olvido. Así lo quisieron tanto los líderes políticos como la amplia mayoría de la sociedad española y así ha seguido siendo durante casi treinta años. Seguramente por eso en España hemos tardado tanto en plantar cara a los fantasmas de nuestro pasado. Lo que argentinos y chilenos afrontan al cabo de una o dos décadas, aquí necesitó más de medio siglo. Pero basta ver los escaparates de las librerías para comprobar que el tiempo de silencio ya se acabó.

Afortunadamente, cabría decir. Porque para las sociedades, la memoria es un factor político y su pérdida o adulteración un arma de los poderosos. Porque los dominados y reprimidos que pierden su propia memoria no se quedan sin identidad sino que adoptan la que le conviene al poder. Los recuerdos les son reimplantados hasta que llegan a ser asumidos como propios. Y uno acaba agradeciendo las libertades al rey, a un puñado de franquistas reconvertidos, a grandes figuras portadoras de elevados proyectos para quienes todos nosotros más bien pareceríamos un estorbo.

La tarea que exige el ejercicio de la memoria y la reflexión en torno a ella es ciertamente compleja. Políticamente, impone el deber de trasladar a la sociedad un conocimiento riguroso, con claroscuros y matices, que combine la autoridad moral con la veracidad, que no esté exento de autocrítica y que renuncie a empecinados esfuerzos por negar evidencias.

No se trata de ningún relativismo moral que ponga en un mismo plano a víctimas y verdugos ni de la corrección política del “justo medio” que reparte culpas por igual. En ningún caso son iguales quienes violan los derechos humanos y quienes lo instigan que quienes lo sufren indefensos o quienes tienen la grandeza de resistir. Ni tampoco los que permanecen pasivos pueden ser situados en el nivel de aquellos que, pudiendo elegir, optan por solidarizarse o denunciar.

Pero, en nuestro caso, investigar y divulgar la represión franquista no exime, sino más bien al contrario, de una mirada a los propios excesos de la izquierda, incluidos no sólo los cometidos sobre el bando enemigo sino también los producidos entre tendencias del mismo bando y aún entre camaradas de militancia, demasiadas veces sumidos en un penoso cainismo e imbuidos de culturas políticas cuyos vicios y déficits democráticos es preciso depurar y corregir si pretendemos que nos sirvan para construir algún tipo de futuro por el que merezca la pena luchar.

Lejos de debilitarnos, este enfoque nos carga de argumentos y de autoridad, precisamente por estar fundado en la verdad antes que en la fe. Pero también nos crea contradicciones porque nunca será algo para lo que todos estén preparados. El mundo es más sencillo y la realidad más tranquilizadora cuando los vemos con infantiles anteojos en blanco y negro, como una sucesión de historias de buenos y malos.

Lo cual, por cierto, nos obliga a reflexionar sobre la patrimonialización de la memoria y la legitimidad de quienes se atreven a hablar en nombre de los muertos. Y esa es una dimensión mucho más discutible. Basta pensar, por no entrar en debates políticos de nuestra propia actualidad, en el uso que el Estado de Israel se permite hacer de la memoria del Holocausto al servicio de políticas criminales. Las víctimas concitan una impresionante carga de autoridad moral, pero sus albaceas no siempre son merecedores de ese legado ni están a la altura que requiere.

5.7.05

¿Qué es ser de izquierdas hoy?

Pedro Feliciano Sabando Suárez pronunció esta conferencia el 25 de junio del 2005 en la sede, abarrotada, de la Cultural Gijonesa

[Senador por la Comunidad de Madrid. Miembro del Grupo Parlamentario Socialista (GPS). Miembro suplente de la Diputación Permanente de Madrid]

¿Qué es ser de izquierdas hoy?
Cuando estamos mediando la primera década del siglo XXI, la pregunta no sólo es oportuna desde el punto de vista teórico. Lo es desde el punto de vista de la práctica política. Y, desde luego, es necesaria, yo diría que imprescindible, desde el punto de vista cultural, ético, moral, de concepción de la vida y de la sociedad.

Es verdad que a lo largo del siglo XX, el concepto izquierda formaba parte de una gran certeza: englobaba a un conjunto de ideas, y de formaciones sociales y políticas, comenzando por los partidos socialistas y comunistas y por los sindicatos de clase, que expresaban un modelo económico, social y político alternativo al que encarnaba el capitalismo.

1936 fue un año muy importante. En Francia, premonitoriamente, León Blum pretendía sacar a la economía francesa de una depresión aplicando fórmulas Keynesianas. Londres y Washington se lo impidieron, «desaconsejándole». Sus medidas le decían que conducirían a un totalitarismo solitario y su espacio debía estar con las democracias solidarias. Blum acepto negociar con ingleses y americanos su tipo de cambiario y las medidas de acompañamiento. No pudo evitar la fuga de capitales; pero la derecha inglesa estaba satisfecha.

Poco después la «constitución de estados democráticos» definida por Emmanuel MonicK abandonará a la España republicana.

De la Segunda Guerra Mundial se había derivado un mundo bipolar: a un lado, el mundo capitalista, con sistemas políticos democráticos, basados en la democracia representativa; a otro, el mundo del llamado socialismo real, gobernado por los partidos comunistas sobre la base de lo que se dio en llamar «dictadura del proletariado». Un mundo con carencias democráticas, con sistemas controladores de la ciudadanía, con una economía estatal izada y fuertemente centralizada.

Evidentemente, al otro lado de Europa, del llamado mundo occidental, estaba el Tercer Mundo, la economía en vías de desarrollo, la miseria y el hambre de inmensos colectivos. Pero la solución a esos problemas en cierta medida universales estaba, también, en el abanico de certezas con que la izquierda europea, ya fuera comunista ya fuera socialista, había construido sus señas de identidad.

«Estado del bienestar», «economía al servicio del desarrollo colectivo», participación de los trabajadores«, »sector público potente», «fuertes y diversificadas políticas sociales», «reequilibrio social y territorial», «democracia política y social»… Tales eran los principios que alimentaban el ideario de la izquierda.

Junto a ello, se había construido en occidente un fuerte tejido de servicios colectivos. El llamado Estado del Bienestar se había hecho realidad y países como Alemania, los países nórdicos, Bélgica, Holanda, la propia Francia, Gran Bretaña, aparecían, ante amplios colectivos de ciudadanos de otros países (entre ellos, la España de los años sesenta y setenta) como paradigmas de sociedades justas, política y socialmente avanzadas. Como plasmación de los valores que encarnaban el ideario socialdemócrata.

Al otro lado, en el Este, más allá del muro de Berlín, se vivía el espejismo (subrayo el término espejismo) de una sociedad distinta e igualitaria, basada en nuevas relaciones de poder.

Cierto que era una sociedad, sin libertades, con un control férreo de la vida individual, aunque con niveles de protección social para todos. Su mera existencia era una permanente señal de alerta para el capitalismo.

De tal modo fue así que, en Occidente, las grandes conquistas sociales logradas por la socialdemocracia, por los partidos del socialismo democrático, se debieron a una conjunción de impulsos. A la lucha política y sindical de partidos y sindicatos de izquierda en los países de Europa Occidental, por supuesto. Pero también al miedo de los grandes poderes económicos hacia el comunismo: ceder en parte para evitar la hipotética revolución que se había vivido en el éste. Tal parecía ser el lema.

Ese era el mundo que la izquierda vivió hasta 1989. Un mundo bipolar, basado en la confrontación entre dos grandes bloques. Dividido en Este y Oeste. Entre socialismo real y democracias parlamentarias con poderosos sistemas de protección social.

Después de 1989, se iniciaría un proceso distinto (incluso antes, hacia 1985, con los primeros pasos de la perestroika de Gorbachov). Aquel año cayó el muro de Berlín y los regímenes que generaron los partidos comunistas fueron cayendo uno tras otro. Lo que parecía ser un gigante de acero demostró ser un gigante de pies de barro: fue el propio pueblo, que demandaba libertades en todos los terrenos, quien lo echó abajo.

Tras la caída del muro de Berlín se generaron expectativas exageradas: el neoliberalismo pensó que había caído el enemigo principal de la aplicación de sus principios más conservadores y restrictivos de los derechos sociales. La socialdemocracia pensó que se abrían nuevas posibilidades de desarrollo de una política de progreso, socialista y democrática.

Sin embargo, no tardaríamos en darnos cuenta de que quien acertaba en el diagnóstico era el neoliberalismo y las fuerzas de la derecha. Utilizando una figura gráfica, podríamos decir que «el muro se les cayó encima a los partidos comunistas, pero los cascotes acabaron cayendo, también, sobre la socialdemocracia».

En ese momento cristalizó y se hace explicito un sombrío escenario. La Unión Soviética muestra su fracaso económico y político; figuras importantes de la socialdemocracia quiebran las trayectorias de sus formaciones; las experiencias tercermundistas fracasan con disfunciones y la vigorosa efervescencia del pensamiento de la década de 1.970 desaparece. La crisis de identidad está servida se anuncia un periodo de «vacas flacas» en el pensamiento y en la practica política de la izquierda.

El neoliberalismo, se planteó un proceso de reducción de las conquistas sociales que sindicatos y partidos de izquierda habían logrado en décadas anteriores. El poder económico ya no tenía en el horizonte el muro de contención que para la implantación de políticas ultraliberales suponía el «socialismo real».

Los partidos socialistas y socialdemócratas tenían que hacer frente, casi en solitario sin el poder que tuvieran antaño los partidos comunistas occidentales en la movilización social, a las agresiones y a los recortes de la derecha.

Esa situación conduce, en los años noventa, a un fortalecimiento, en Europa, de los partidos conservadores, de la derecha en sus distintas formas, y a un retroceso de la izquierda en los siguientes términos:

o De un lado, los partidos comunistas inician una reconversión acelerada, en busca de nuevas señas de identidad. En unos casos se constituyen nuevas formaciones como Izquierda Unida en España, o El Olivo en Italia, en otros se mantienen con una actitud nostálgica de lo que fuera el bloque soviético y en otras partes se disuelven en movimientos sociales antiglobalización.

o De otro lado, la Internacional Socialista inicia un proceso de crisis ante la falta de un modelo alternativo de sociedad que sea homogéneo. Las dificultades que presenta la nueva situación generan posiciones favorables a incorporar elementos de liberalismo a la política socialdemócrata. El «socialismo liberal», la llamada «tercera vía», las posiciones favorables a una reinterpretación del estado del bienestar planteando políticas de recorte de las conquistas sociales son indicios de una crisis de largo alcance a la que no escapan los sindicatos y cuyas consecuencias son, en este comienzo de siglo, todavía visibles. Podríamos decir que en la socialdemocracia «se ha incrustado el pensamiento liberal».

o De ese modo, se imponen, en algunos Partidos socialistas, soluciones parciales o salidas específicas para cada país que poco tienen que ver con una concepción internacionalista y solidaria, moderna, progresista y favorable a la paz, que habían sido las señas de identidad de la Internacional Socialista. La política económica pseudoliberal de Schroëder divide al socialismo alemán del mismo modo que la incompresible e inadmisible política belicista de Blair abre una crisis sin precedentes en el laboralismo británico. Las posiciones en Francia respecto a la Constitución Europea no sólo dividen al socialismo francés, sino que enturbian el futuro de la Unión de los 25.

Y esto me lleva a poner sobre la mesa la evidencia más clara de esa crisis. Y no es otra que la situación de anomia, de confusión que se está viviendo en la Unión Europea. La falta de una política unitaria del Partido de los Socialistas Europeos, reflejo de la convivencia de varias políticas dentro de la Internacional Socialista, está, junto a la ofensiva de las posiciones más conservadores, en el trasfondo de esa situación, en la victoria del No a la Constitución Europea en los referéndum de Francia y Holanda. ¿Hemos discutido a fondo los socialistas europeos el alcance de las políticas sociales de la Constitución Europea? ¿Hemos trabajado de firme por recomponer la Europa Social que dejó apuntada Delors para reflejarla, íntegra, en el texto constitucional?

Esas preguntas, que no prejuzgan nada, son claros indicadores de la necesaria reflexión colectiva de la izquierda. Reflexionar sobre ellas desde la socialdemocracia, desde los sindicatos, desde los movimientos sociales antiglobalización es, hoy, apostar decididamente por una izquierda transformadora, racional y democrática.

Hoy, desde la crisis ideológica y desde la crisis europea, no podemos olvidar que Europa apareció como un ideal sustitutivo establecido sobre todo en lo que Europa podría ser, más que lo que Europa es, hasta el punto que se transforma en un ideal prioritario que podría justificar concesiones ideológicas importantes hasta pensar, que es lo único que queda aunque no corresponda ni a sus objetivos ni a sus deseos.

Ante la evidencia de estas coordenadas tenemos que señalar al neoconservadurismo desde las distintas plataformas políticas en las que está ubicado como el pensamiento políticamente correcto, que no es sino formas de legitimación de un capitalismo que recorta avances, que impulsa la guerra, que intenta subliminalmente limitar las libertades, y debilitar el estado del bienestar.

Pero hay otra pregunta que, también, debemos hacernos. Se refiere al funcionamiento de los partidos, al modo de relacionarse éstos con la sociedad y a la visión de un estado del bienestar fuertemente eurocentrista, es decir, que olvida la situación del Tercer Mundo.

La quiebra del modelo del llamado socialismo real y el cuestionamiento del «estado de bienestar» en que vienen insistiendo los liberales, los conservadores, y algunos sectores del socialismo democrático, exige una reflexión de fondo sobre el papel de la izquierda en Europa y en el mundo.

Una reflexión que ha de tener en cuenta factores nuevos. La clase trabajadora de hoy no es la clase obrera de los años cincuenta o sesenta. Se ve condicionada por la irrupción de las nuevas tecnologías en la producción y por el papel cada vez más decisivo de los medios de comunicación social.

Una reflexión que tiene que tener en cuenta, también, los cambios que se están produciendo en el tejido productivo, tales como:

o La sustitución de las grandes concentraciones industriales de los 60/70 por centros productivos más pequeños y tecnológicamente más avanzados (eso es algo que estamos viendo en Asturias, o en otras ciudades que antaño tuvieron grandes industrias navales o siderometalúrgicas) y, cuando no, por ciudades en las que predomina una población de prejubilados en edad laboral a la que hay que encontrar un lugar activo en la sociedad.

o El papel cada vez más relevante de la formación y de la cualificación como parte de la fuerza productiva.

o Los cambios que se están produciendo en la estructura social, con una cada vez más amplia franja de población que se integra en los llamados «sectores intermedios», con la paradójica presencia, a la vez, de bolsas de marginación y con la consolidación y ampliación, hasta niveles no imaginados antes, del fenómeno de la inmigración.

Todo ello configura una realidad nueva en el ámbito europeo frente a la que la izquierda no puede permanecer pasiva.

Si a ello añadimos el creciente protagonismo de la mujer y el desarrollo, hasta extremos inimaginables hace sólo diez años, de una realidad globalizada y globalizadora cuya expresión es Internet en lo comunicacional y los grandes flujos de inversiones (con secuelas de deslocalización de empresas, de deterioro del empleo en occidente) en lo económico, podemos darnos cuenta que el mundo está cambiando con mucha mayor rapidez que la conciencia crítica de la izquierda, que el debate y la reflexión de la socialdemocracia. La realidad va varios años por delante de la teoría y de la práctica política.

Hay, junto a todo lo que vengo apuntando, otro factor decisivo en la conciencia de las sociedades del siglo XXI, incluida la española: en los últimos años, los ideólogos de las posmodernidad y del neoliberalismo tecnocrático han venido extendiendo la idea de la inexistencia de diferencias entre la izquierda y la derecha.

Desde una concepción tecnocrática de los gobiernos, se tiende a hablar de soluciones «técnicas» despolitizadas, desideologizadas. No habría, desde ese punto de vista, ni derecha ni izquierda.

Eso quiere decir que ser de izquierdas, hoy, significa combatir con firmeza esa concepción que ha sido la base, en otros tiempos, de posiciones próximas a regímenes autoritarios cuando no resueltamente fascistas.

Pero la realidad nos dice que la izquierda y la derecha, con nuevas formas a veces y con formas tradicionales otras, sigue existiendo.

Norberto Bobbio, en su libro «derecha e izquierda» dejó escritas algunas verdades que no por evidentes (o de sentido común) no deban ser subrayadas.

Primera verdad de Bobbio: «Como derecha se puede considerar a aquellas fuerzas que se ponen al servicio de los intereses de las personas satisfechas. Los otros, los que se sienten y actúan desde el punto de vista de los pobres, de los condenados de la Tierra, son y serán siempre de izquierda».

Segunda verdad: «En nuestro tiempo, todos los que defendían a los pueblos oprimidos, los movimientos de liberación, las poblaciones hambrientas del tercer mundo, eran de izquierda». En este tiempo, añado yo, también.

Tercera verdad: «Quién cree que las desigualdades son un fatalismo, que es preciso aceptarlas, y piensa que desde que el mundo es mundo siempre fue así y no hay nada que hacer, siempre estuvo y está a la derecha. Así como la izquierda nunca dejará de ser identificada con los que dicen que los hombres son iguales, que es preciso levantar lo que está en el suelo, en el fondo, creo que esta distinción existe, continúa siendo fundamental, aún hoy sirve para distinguir los dos lados de la política».

Cierto que son afirmaciones de sentido común. Pero que responden a una realidad que antes he descrito y que, de alguna manera, nos encontramos todos los días sin que las soluciones que apuntamos den respuestas eficaces y duraderas.

Las demandas de igualdad de oportunidades, de reequilibrio social y territorial, de redistribución de la riqueza, de empleo digno y estable, de servicios universales y eficaces, de mecanismos de protección de los más débiles, de integración de la inmigración y de los amenazados de exclusión, siguen siendo, pese a los profundos cambios que antes he apuntado, exigencias de la sociedad y paradigmas de la acción política de la izquierda, de los socialistas. Son apuestas de una radical modernidad, que miran hacia el futuro. Compartirlas, trabajar por hacerlas realidad es ser, hoy, de izquierdas.

El discurso y la práctica neoliberales, sin embargo, van en la dirección contraria: fiarlo todo a la lógica del mercado y convertir derechos (sanidad, educación, vivienda) en fuente de negocio. Eso conduce, como se demostró en Gran Bretaña en la era Tatcher, y en la Francia de los sucesivos gobiernos Chirac, al debilitamiento del estado del bienestar, a reducir los niveles de protección de los ciudadanos y trabajadores, a acentuar, en definitiva, las desigualdades.

Sobre todo, es necesario insistir en ello tras el bloqueo del proceso constitucional europeo, una parálisis que expresa, más que una voluntad antieuropeísta, el descontento colectivo hacia una posible reducción de los niveles de protección conseguidos por el modelo europeo y un estado de desconcierto ante la irrupción de nuevos socios con una importante «cartera de inmigrantes» y de demandas de inversiones en infraestructuras.

En España, el discurso neoliberal y neocon se manifiesta, en los hechos, en la práctica política del Partido Popular, cuyos efectos, en sus ocho años de gobierno, fueron devastadores en áreas de tanta importancia como la Educación, la Sanidad, el sector públicos (con privatizaciones tan emblemáticas como Telefónica), que también tienen muestras de comprensión en el seno de la izquierda, por quienes defienden soluciones marcadamente liberales frente a las propuestas con un mayor contenido igualitario.

Ser de izquierdas, hoy, significa, también, ser plenamente conscientes de que la izquierda se expresa de una manera plural. En otras palabras, que en España esa pluralidad, en lo político, se expresa, en lo esencial, en dos formaciones: Izquierda Unida y PSOE. Es obvio que entre ambas existen diferencias de carácter ideológico. Pero lo es también que esas diferencias no pueden nublar las coincidencias estratégicas de la izquierda: con independencia de su interpretación, principios como la lucha por la igualdad, la solidaridad, las políticas de bienestar, la prevalencia de lo público, la lucha por la profundización de la democracia y por potenciar la participación en el desarrollo de las políticas, etc.…son amplios espacios de coincidencia que nos identifican como fuerzas políticas convergentes frente al adversario principal: la derecha, el Partido Popular.

Ser de izquierdas, hoy, significa defender con firmeza, y si es necesario, con la movilización social, la autonomía de la política frente a la influencia y a las presiones de otros poderes, casi siempre poderes no elegidos: económicos, financieros, mediáticos.

Ser de izquierdas hoy, significa apostar por el reforzamiento de la democracia interna de los partidos y por la revisión en profundidad de los sistemas de elección y selección interna, de tal modo que a los cargos públicos se acceda democráticamente, mediante primarias en unos casos, mediante procesos democráticos transparentes en otros, por principios basados en el mérito, la capacidad, los conocimientos, la entrega, la honestidad y la experiencia contrastadas.

Aunque en el seno de mi partido se ha avanzado mucho, todavía se ponen en evidencia defectos que hemos de superar. No tenemos ningún derecho a hacer pagar a los ciudadanos nuestros errores, nuestras insuficiencias.

Norberto Bobbio, en su libro ¿Qué socialismo? Resaltó los que tal vez sean los mayores problemas a los que han de hacer frente las sociedades democráticas avanzadas, España entre ellas, a la hora de prestigiar y legitimar sus sistemas de representación ante los ciudadanos. Estos serían la indiferencia política, el apoliticismo y la falta de participación. Ser de izquierdas hoy significa trabajar a fondo por resolver, a favor de una profundización de la democracia, ambos problemas.

El apoliticismo tiene en su origen una idea de raíz autoritaria (en España fue muy propia del franquismo) que consiste en considerar que, en política, «todos son iguales» y que se vote a quien se vote todo va a seguir igual. Eso conduce por vía directa al desprestigio de la política, a la deslegitimación de las instituciones y, por derivación, de los partidos. Es decir, a que avance la derecha.

El segundo (es decir, la falta de participación) tiene en su base la idea del partido como ente separado de la sociedad, en el que sólo los iniciados, una vez elegidos, deciden hacer, a lo largo de la legislatura, con su representación lo que consideren oportuno, al margen de la voluntad ciudadana. Es decir, relegar la participación de la ciudadanía al acto de depositar, cada 4 años, el voto en la urna.

La persistencia de ambos factores pueden conducir a peligrosas situaciones, contrarias, en todo caso, a las concepciones de fondo del socialismo democrático y de toda idea de progreso (es decir, de la izquierda), además de contribuir a poner en duda la legitimación democrática del sistema.

Será necesario evitar, que lleguemos a una situación en la que una franja importante de ciudadanos se desentiendan de la política.

O que se produzcan, gradualmente, la expulsión de la toma de decisiones –de la participación política- de los sectores sociales más desfavorecidos.

La alta abstención en algunos procesos electorales es un claro indicador de ese proceso. Ser de izquierdas, hoy, significa también combatir la desidia, incentivar la participación de los ciudadanos en la toma de decisiones, Potenciar la democracia, en definitiva, hacérsela visible a los más jóvenes, demostrarles que el voto sirve (el ejemplo de Zapatero con la vuelta de las tropas de Irak es más que ilustrativo), que cumplimos lo que prometemos y que sin su participación otros harán la política que les interesa a los económicamente más poderosos.

John Galbraith, en su libro «La cultura de la satisfacción», afirmaba, hace más de una década, que la democracia americana estará deslegitimada mientras no se consiga hacer protagonistas de ella también a los que no votan por considerarlo inútil, a los expulsados del bienestar, a los que consideran que los políticos «les engañan» permanentemente,

Si esa realidad es lo suficientemente conocida en lo que se refiere a EE. UU., en Europa ha tomado, en ocasiones, perfiles preocupantes: los altos niveles de abstención en las elecciones al Parlamento Europeo, o los que se anuncian en próximos referendos sobre la Constitución, deberían ser un motivo de permanente reflexión para quien se reclame, hoy, ideológica y políticamente de izquierdas. Para el Partido de los Socialistas Europeos y, sin ninguna duda, también para la Internacional Socialista. Y, desde luego, para el Partido Socialista Obrero Español y para Izquierda Unida. Y, como no podía ser de otro modo, para los sindicatos de clase como UGT y Comisiones Obreras.

He hablado del SER, porque ese es el rótulo del ciclo y respeto obliga, pero permítanme una consideración lógica en la lógica de Salvador Mañero.

EL SER: Concepción judeo-cristiana, que puede llegar a instalarnos como sujetos de un discurso confortable, pero desconectado de la realidad y por tanto no transformador, atrincherándose, si es necesario, en una pura retórica protestataria.

El ESTAR: Supone un compromiso colectivo asumido voluntariamente en el marco de un proyecto transformador de la realidad.

Estar, pues, en la izquierda hoy obliga a no rendirse al culto del progreso cuantitativo y prestar atención precisa y pormenorizada a los aspectos cualitativos de la vida que preconfiguran y determinan las condiciones de vivir desde la desigualdad ante el empleo hasta el saber, el poder, la salud, en suma la vida misma.

A la luz de los valores que he señalado, entiendo que la posición de izquierda viene definida por la capacidad analítica que de la realidad se alcanza.

Un ejemplo:

En pleno franquismo, estando Severino Arias en la cárcel de Segovia, le visité para atender una ciática, de allí saqué un documento elaborado por dirigentes de partidos y sindicatos de la izquierda dirigido al Congreso de Abogados jóvenes de León, largos folios y una sola conclusión: LIBERTAD, no para ellos sino PARA TODA LA SOCIEDAD. Me recordaba entonces y hoy EL LIBERTAD PARA SER LIBRES, tal como en su día señaló Fernández de los Ríos

Muchas gracias.